Alejandro Ríos: Arte y parte
Cuando aquel muchacho de dieciocho años se paró frente a la Escuela de
Artes Plásticas y Artes Aplicadas de Caracas, aquella tarde de 1937, sabía que
iba a ser pintor. Las cosas llegan cuando tienen que llegar, debió
pensar aquel joven moreno y delgado, oloroso a provincia, que paseaba su
asombro por la capital.
Las cosas llegan cuando tienen que llegar. La frase me fue dejada al azar sobre la barra patrona de “La Paella
Valenciana”, esa tarde de 1989, mientras dejábamos que las horas se acopiaran.
Mi interlocutor, setentón y enjuto, con recortada barba ceniza que
recordaba un fauno en retiro, me llevaba por diferentes veredas y recodos en
una conversa sin rumbo como tantas que solíamos desgranar desde hacía años.
Alejandro Ríos, quijano de la pintura y oteador de paisajes, era también un
gran conversador, por lo que había que hurgar en sus cuentos en distintas
jornadas y por diferentes caminos, para obtener el fino paño de sus historias.
Me tocaba a mí anudar y deshacer para volver
a trenzar, hasta dar con el punto y trama que requerían los hechos; así
coseché, de sus haberes, la simiente de gran parte de mis conceptos.
En aquel lugar y hora, como a lo largo de veintitantos años, aquella
frase pespunteada de lugar común, me respondía despistando el rumbo ante la
cuestión del reconocimiento a la obra artística.
I
Alejandro Ríos nació en un momento poco amable, para con las artes, de
nuestra historia. La pintura era una dedicación exótica en un país con
tradiciones ancladas al siglo anterior. Apenas un Círculo de Bellas Artes
evidenciaba pulso en una actividad
deseosa de participar en el devenir intelectual y social. Pero las acciones del
Círculo no trascendían a la
provincia. En la Nirgua de los años veinte, como en el resto de la geografía
nacional, no existían las herramientas necesarias para el desarrollo artístico.
El camino lógico parecía ser el que conducía a la capital, pero Ríos descartó
temprano esa posibilidad. Su tránsito por la escuela caraqueña fue más bien
corto y circunstancial.
El conocimiento artístico no fue, en Alejandro, consecuencia de la enseñanza académica –de la
que la provincia carecía-. Tampoco había antecedentes familiares ni referencias
cercanas que estimulasen tales inquietudes. Las instancias por las que llegó al
arte fueron una mezcla de adversidades y habilidades que el mismo Ríos utiliza
para ironizar sobre el tema:
(...)”La
respuesta es muy lógica: ¿por qué soy artista? ¡Porque quedé limpio!” (Sin dinero)
En realidad, siendo Alejandro un niño, su familia quedó prácticamente
en la ruina, por lo que él debió ejercer diferentes oficios manuales que lo
fueron conduciendo al camino del arte.
Así pues, Ríos pertenece a esa legión de autodidactas heroicos que
caracteriza nuestra historia artística; historia tanto más heroica cuanto más
alejada de la capital.
II
La propia formación, cuando se asume con la vehemencia necesaria, se
desvincula de la improvisación, tan común en el predio artístico; se deslastra
del estigma que se le ha colgado en los últimos tiempos y suele emparentarse
con la alquimia: el Druída avanza y desanda caminos en la búsqueda de los
conocimientos que le permitan realizar La Gran Obra.
La obra de Alejandro Ríos, aún cuando está ubicada dentro de esa gran
tradición que es la paisajística, se desvincula de las corrientes tradicionales
y se sitúa al borde de grupos y escuelas. Si el recurrente tema de sus cuadros
nos remite a la bucolicidad de lo vegetal, un tupido entramado de texturas
tonales nos hace inferir que lo cromático es un fin en sí mismo y el medio es
el tema, que va perdiendo sucesivamente interés ante el color. El paisaje es la
excusa para desarrollar un lenguaje que roza la abstracción. El convidado de
honor en este banquete de pigmentos y veladuras es la luz, territorio cierto de
la exploración de Ríos.
Similar afecto apreciamos en Reverón: toda su obra es una búsqueda
sostenida de la luz. Ríos coincide con el mago de Macuto, pero aunque mucho se
le ha comparado, él mismo se deslastra:
“Yo no soy
reveroneano. Es difícil que un artista simplifique y Reverón simplificaba (...)
yo, en cambio para obtener ese mundo, para plasmar la atmósfera, tengo que
complicarme”
Es evidente que ambos buscaban la luz por opuestos caminos; el uno
quitando y el otro añadiendo.
Si bien Reverón, con sus desvaríos recurrentes y su fiera pasión
pictórica, fue convertido en el Van Gogh tropical por una sociedad ávida de
excentricidad y mecenazgo, Ríos, aunque también tentado, fue sustraído a la
vorágine por destinos menos egocéntricos cuanto más colectivos. Alejandro Ríos
fue uno de esos fulcros sobre los que se apoyó la lucha antimalárica en la
cuarta década; alfil del funcionamiento del Centro de investigaciones
Agronómicas e impulsor de la creación de la escuela de arte de Maracay. Tuvo
rol protagónico en todos los movimientos plásticos, culturales y gremiales que
germinaron en la ciudad desde su llegada en los cuarenta, por lo que su
relación simbiótica con la ciudad lo convirtió en referencia y faro.
III
Crítico mordaz de infelices gestiones culturales, él se anticipaba a
los aconteceres con la seguridad de quien ha visto la historia hacerse y
repetirse. Ser artista era, en él, ser un individuo de su época; corresponderse
con el momento y lugar que habitaba. Alejandro, para elevarse, creó primero la
altura. Llevaba, sin embargo, su talla heroica disimulada bajo su delgado porte
y su cara amable.
“Una
vez, una Miss, de esas mujeres bonitas que concursan, me dijo: ¿Usted es el
artista? Y le respondí que sí; entonces ella me volvió a decir: pero no lo
parece; y yo le respondí: es que yo tengo cara de yo
no fui”. (3)
Con sencillez –que no humildad, como gustaba acotar-, desdeñaba la
televisión, los fascículos coleccionables y toda la parafernalia informática
actual, como supuestos vehículos de cultura. Prefería; disfrutaba ir a pié.
Apostrofaba sarcásticamente que para ser artista hay que volverse
bruto, por apuntar que hay que desnudarse de preconceptos y oponerse a la
avalancha informativa que banaliza el hecho artístico en estos tiempos
posmodernos. Si bien hoy sabemos inmediatamente lo que ocurre en cualquier
lugar del mundo, solo asistimos al acontecer superficial. Informarse no es
cultivarse.
La actual situación de multiplicación estética, junto al ya consolidado
hecho de la obra de arte como valor de cambio, ha parido un universo de
galeristas, coleccionistas, críticos, curadores, técnicos, conocedores y
etcéteras que ubican, explican, desmenuzan y disecan al artista como un equipo
quirúrgico, sin reparar en que, al hacer una autopsia, se mata necesariamente
al sujeto.
Gracias a esa manía finisecular de informarlo todo, de explicarlo todo,
el arte es hoy cosa de especialistas más que de artistas. Clasifican,
justifican y promueven la estética que conveniencias e inversores imponen; de
manera que ya no hay diferencia entre lo que se hace en New York, Miami, Sao
Paulo o Turmero. Miles de obras sin raíz histórica, étnica o cultural; iguales
en factura e intención; pretendidamente universales, hablan el mismo idioma en
cuadros con rimbombantes títulos y petulantes mensajes crípticos.
Yo
soy un hombre sin mensajes.
Yo
no soy Ipostel (...)
Yo dejo que la gente
interprete.
Con la simpleza del que sabe,
Alejandro rechazaba los caprichos de los mercaderes y se despreocupaba de
mezquindades de funcionarios. Vivía para pintar, porque no pintaba para vivir. Esa actitud, que incomodaba a
directores, mandamases y segundones; que provocaba escozor en oficinas y
periódicos, lo mantenía a salvo de los coqueteos del poder.
Por lo demás, quien ha
renunciado a la forma, a los planos y a la perspectiva, tiene el legítimo
derecho de renunciar a las condecoraciones. Sobre todo cuando no es ningún
secreto la forma dispendiosa en que se ha prodigado esa condecoración. (4)
IV
Alejandro
Ríos le regaló ochenta años a nuestras vidas. Está grabado a fuego en nosotros.
Él es Historia de Venezuela; de una Venezuela que se extravió en los
cajones ministeriales.
Vida es creación –insiste-
(...) Cualquiera pinta, pero no cualquiera vive después
que se muere, ni de vaina. La historia es algo arrecho.
Habla
para sí mismo, sin importarle la audiencia. Hay algo de fuerza de alud entre
las flacas costillas. (5)
Cuando su
obra –obra tan señora- se haga hallazgo universal y merecimiento, no habrá
sorpresa; aunque sé que Alejandro, con la naturalidad de quien hizo de la
pintura su vida, pasión y diversión –y viceversa-; sin inquietarse por la
posteridad, diría:
Es que las cosas llegan cuando
tienen que llegar.