Alejandro Ríos

Alejandro Ríos
Dibujo de Antonio Cabezas

domingo, 22 de diciembre de 2013



Alejandro Ríos: Arte y parte


Cuando aquel muchacho de dieciocho años se paró frente a la Escuela de Artes Plásticas y Artes Aplicadas de Caracas, aquella tarde de 1937, sabía que iba a ser pintor. Las cosas llegan cuando tienen que llegar, debió pensar aquel joven moreno y delgado, oloroso a provincia, que paseaba su asombro por la capital.
Las cosas llegan cuando tienen que llegar. La frase me fue dejada al azar sobre la barra patrona de “La Paella Valenciana”, esa tarde de 1989, mientras dejábamos que las horas se acopiaran.
Mi interlocutor, setentón y enjuto, con recortada barba ceniza que recordaba un fauno en retiro, me llevaba por diferentes veredas y recodos en una conversa sin rumbo como tantas que solíamos desgranar desde hacía años. Alejandro Ríos, quijano de la pintura y oteador de paisajes, era también un gran conversador, por lo que había que hurgar en sus cuentos en distintas jornadas y por diferentes caminos, para obtener el fino paño de sus historias. Me tocaba a mí anudar y deshacer para volver  a trenzar, hasta dar con el punto y trama que requerían los hechos; así coseché, de sus haberes, la simiente de gran parte de mis conceptos.
En aquel lugar y hora, como a lo largo de veintitantos años, aquella frase pespunteada de lugar común, me respondía despistando el rumbo ante la cuestión del reconocimiento a la obra artística.

I

Alejandro Ríos nació en un momento poco amable, para con las artes, de nuestra historia. La pintura era una dedicación exótica en un país con tradiciones ancladas al siglo anterior. Apenas un Círculo de Bellas Artes evidenciaba pulso en  una actividad deseosa de participar en el devenir intelectual y social. Pero las acciones del Círculo no trascendían  a la provincia. En la Nirgua de los años veinte, como en el resto de la geografía nacional, no existían las herramientas necesarias para el desarrollo artístico. El camino lógico parecía ser el que conducía a la capital, pero Ríos descartó temprano esa posibilidad. Su tránsito por la escuela caraqueña fue más bien corto y circunstancial.
El conocimiento artístico no fue, en Alejandro,  consecuencia de la enseñanza académica –de la que la provincia carecía-. Tampoco había antecedentes familiares ni referencias cercanas que estimulasen tales inquietudes. Las instancias por las que llegó al arte fueron una mezcla de adversidades y habilidades que el mismo Ríos utiliza para ironizar sobre el tema:
(...)”La respuesta es muy lógica: ¿por qué soy artista? ¡Porque quedé limpio!”   (Sin dinero)

En realidad, siendo Alejandro un niño, su familia quedó prácticamente en la ruina, por lo que él debió ejercer diferentes oficios manuales que lo fueron conduciendo al  camino del arte.
Así pues, Ríos pertenece a esa legión de autodidactas heroicos que caracteriza nuestra historia artística; historia tanto más heroica cuanto más alejada de la capital.

II

La propia formación, cuando se asume con la vehemencia necesaria, se desvincula de la improvisación, tan común en el predio artístico; se deslastra del estigma que se le ha colgado en los últimos tiempos y suele emparentarse con la alquimia: el Druída avanza y desanda caminos en la búsqueda de los conocimientos que le permitan realizar La Gran Obra.
La obra de Alejandro Ríos, aún cuando está ubicada dentro de esa gran tradición que es la paisajística, se desvincula de las corrientes tradicionales y se sitúa al borde de grupos y escuelas. Si el recurrente tema de sus cuadros nos remite a la bucolicidad de lo vegetal, un tupido entramado de texturas tonales nos hace inferir que lo cromático es un fin en sí mismo y el medio es el tema, que va perdiendo sucesivamente interés ante el color. El paisaje es la excusa para desarrollar un lenguaje que roza la abstracción. El convidado de honor en este banquete de pigmentos y veladuras es la luz, territorio cierto de la exploración de Ríos.
Similar afecto apreciamos en Reverón: toda su obra es una búsqueda sostenida de la luz. Ríos coincide con el mago de Macuto, pero aunque mucho se le ha comparado, él mismo se deslastra:
“Yo no soy reveroneano. Es difícil que un artista simplifique y Reverón simplificaba (...) yo, en cambio para obtener ese mundo, para plasmar la atmósfera, tengo que complicarme”

Es evidente que ambos buscaban la luz por opuestos caminos; el uno quitando y el otro añadiendo.
Si bien Reverón, con sus desvaríos recurrentes y su fiera pasión pictórica, fue convertido en el Van Gogh tropical por una sociedad ávida de excentricidad y mecenazgo, Ríos, aunque también tentado, fue sustraído a la vorágine por destinos menos egocéntricos cuanto más colectivos. Alejandro Ríos fue uno de esos fulcros sobre los que se apoyó la lucha antimalárica en la cuarta década; alfil del funcionamiento del Centro de investigaciones Agronómicas e impulsor de la creación de la escuela de arte de Maracay. Tuvo rol protagónico en todos los movimientos plásticos, culturales y gremiales que germinaron en la ciudad desde su llegada en los cuarenta, por lo que su relación simbiótica con la ciudad lo convirtió en referencia y faro.

                III

Crítico mordaz de infelices gestiones culturales, él se anticipaba a los aconteceres con la seguridad de quien ha visto la historia hacerse y repetirse. Ser artista era, en él, ser un individuo de su época; corresponderse con el momento y lugar que habitaba. Alejandro, para elevarse, creó primero la altura. Llevaba, sin embargo, su talla heroica disimulada bajo su delgado porte y su cara amable.            
“Una vez, una Miss, de esas mujeres bonitas que concursan, me dijo: ¿Usted es el artista? Y le respondí que sí; entonces ella me volvió a decir: pero no lo parece; y yo le respondí: es que yo tengo cara de yo no fui”.                                                                                 (3)

Con sencillez –que no humildad, como gustaba acotar-, desdeñaba la televisión, los fascículos coleccionables y toda la parafernalia informática actual, como supuestos vehículos de cultura. Prefería; disfrutaba  ir a pié.
Apostrofaba sarcásticamente que para ser artista hay que volverse bruto, por apuntar que hay que desnudarse de preconceptos y oponerse a la avalancha informativa que banaliza el hecho artístico en estos tiempos posmodernos. Si bien hoy sabemos inmediatamente lo que ocurre en cualquier lugar del mundo, solo asistimos al acontecer superficial. Informarse no es cultivarse.
La actual situación de multiplicación estética, junto al ya consolidado hecho de la obra de arte como valor de cambio, ha parido un universo de galeristas, coleccionistas, críticos, curadores, técnicos, conocedores y etcéteras que ubican, explican, desmenuzan y disecan al artista como un equipo quirúrgico, sin reparar en que, al hacer una autopsia, se mata necesariamente al sujeto.
Gracias a esa manía finisecular de informarlo todo, de explicarlo todo, el arte es hoy cosa de especialistas más que de artistas. Clasifican, justifican y promueven la estética que conveniencias e inversores imponen; de manera que ya no hay diferencia entre lo que se hace en New York, Miami, Sao Paulo o Turmero. Miles de obras sin raíz histórica, étnica o cultural; iguales en factura e intención; pretendidamente universales, hablan el mismo idioma en cuadros con rimbombantes títulos y petulantes mensajes crípticos.

                                               Yo soy un hombre sin mensajes.
                                               Yo no soy Ipostel (...)
                                               Yo dejo que la gente interprete.
                         
Con la simpleza del que sabe, Alejandro rechazaba los caprichos de los mercaderes y se despreocupaba de mezquindades de funcionarios. Vivía para pintar, porque no pintaba para vivir. Esa actitud, que incomodaba a directores, mandamases y segundones; que provocaba escozor en oficinas y periódicos, lo mantenía a salvo de los coqueteos del poder.

Por lo demás, quien ha renunciado a la forma, a los planos y a la perspectiva, tiene el legítimo derecho de renunciar a las condecoraciones. Sobre todo cuando no es ningún secreto la forma dispendiosa en que se ha prodigado esa condecoración.           (4)                                                                 
           

                IV

            Alejandro Ríos le regaló ochenta años a nuestras vidas. Está grabado a fuego en nosotros. Él es Historia de Venezuela; de una Venezuela que se extravió en los cajones ministeriales.
                                                                       Vida es creación –insiste-
(...) Cualquiera pinta, pero no cualquiera vive después que se muere, ni de vaina. La historia es algo arrecho.
                       Habla para sí mismo, sin importarle la audiencia. Hay algo de fuerza de alud entre las flacas costillas.                                                       (5)                      
Cuando su obra –obra tan señora- se haga hallazgo universal y merecimiento, no habrá sorpresa; aunque sé que Alejandro, con la naturalidad de quien hizo de la pintura su vida, pasión y diversión –y viceversa-; sin inquietarse por la posteridad, diría:
Es que las cosas llegan cuando tienen que llegar.